La mentira que cambió la verdad.

Con una mirada secreta que encierra toda la eternidad, me repito a mí mismo lo ridículo de la vida y el amor. Sentimientos intransigentes, intolerantes y sobre todo elitistas. Mentiría soezmente si dijera que he amado, Dios sabe que no lo he hecho, ni cuando me exiliaba con esos besos secretos o cuando me perdí irremediablemente en viajes de amor no correspondido con quién yo idealicé el mundo.

No, el amor es una cuestión viceral, un sueño como pesadilla latente internado en la inconsciencia de cada uno. Es un artificio falso y ficticio, aderezado por la necesidad humana y en las antípodas de una soledad defenestrada. El amor es un mal, pero uno necesario, como la vida, valga la rebundancia.

Pienso en esto mientras escucho el leve tintineo de las gotas de una lluvia apocalíptica cayendo por la ventana del fondo. Siendo una unitilidad, llegando como vine y que me iré como llegué. Desquiciado y enfermo, reposo en una silla amorfa-debo estar loco-pienso tajantemente, mientras el vaso de whiskey me refirma la idea.

Todas y cada una simulan una fantasía tantas veces vista, intimidante, mientras mis miedos crecen al ritmo de algún solo de saxofón. Un último tango, que no estoy perdido y a pesar de que esas efímeras realidades me dirigen hacia el ocaso, aún y sólo aún, creo en ella. Ella que no conozco, pero que escucho su melodiosa imagen.

¿Eres serio?
No. Al menos no cuando tomo.

Miro esas luces que cruzan enfrente de mí. Desaparezco en tu nombre y aún no sé cuál es tu nombre. No sé cómo eres, imagino encuentros perennes pero no reales. Te extraño cuando no te conozco y lo más importante, hablo de ti cuando tu eres silencio. Un laberíntico viaje me hace ser de tres formas.