domingo, 8 de mayo de 2011

Una muerte

En su percepción el mundo se estaba descomponiendo, paso a paso, inexorablemente. El ambiente apocalíptico que él observaba se debía a la falta de amor. Todas las personas que había amado lo habían abandonado u olvidado. Al borde del suicidio pensó que cuando uno se niega a sí mismo, el fin del mundo se reafirmaba. Pero lo mismo pasaba cuando uno se confirmaba. El fin del mundo ya está aquí. Sacó el parche de su caja. Todo era una simbología mórbida. Ese parche era el que usó su madre para mitigar el dolor del cáncer. Y todos esos recuerdos lo atormentaban, como fantasmas viciados que lo perseguían aún en sus momentos de inconsciencia.

Se había convertido en un ser-no me atrevería a decir humano- solitario, el epítome de la desolación, la alegoría final del desencanto y la desesperanza. No soy feliz, dijo con angustia mientras miraba el parche. "Colóquese en un área sin vello". Había decidido el corazón, otro símbolo inmortal. Un parche que mitigaba el dolor para morir. Un anestélgico que no podía parar el dolor de su ya oxidado corazón, despedazado como si fuera parte de un festín de carroñeros. La duda se fue disipando.

La negación infinita de él, de sus acciones, de sus sentimientos; vórtice final de una vida llena de mareos, de lloriqueos. Una vida amoral desde la muerte de su madre. Desde la muerte de su futuro. La negación que lo consumiría todo en un recital de muerte, de abstracciones mortales indelebles al paso del tiempo. Sería mejor que no existiera-dijo antes de colocarse el parche en el corazón. Una súbita ráfaga de presión se apoderó de sus venas. La muerte se acercaba. Su madre lo esperaba.

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