domingo, 1 de agosto de 2010

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Me duele todo de ver tu ausencia presupuestada. Me duelo de todo cuando tu inocencia se presume con tu dolor, con tus idas, con tus no vueltas. Me corriges, me insitas, me quieres. Me amas, no hay duda de eso. Eres todo para mí, me duele todo cuando pienso que ni juntando el resto de mis días podría decirte cuánto te quiero.

Y sin embargo, es tu maltrecha despedida la que me termina por romper; por constatar que la vida lleva inherente la tragedia, el marasmo de tristeza, de soledad y de eterna resignación.

Me duele todo, hasta la tortícolis de quedarme en trance viendo la noche dipsómana del Df, siempre alcohólico, siempre en incendios; observando las luces de estrella, de reflejo lunar, de vacío espacial.

No entiendo los porqués, los qué's, los cómos ni los cuándos. No entiendo nada. Sé de una certidumbre, la tuya; con tu sonrisa perfecta, con tus modismos que ahora son los míos y tu vida que ahora desprende melancolía.

Me duele todo de ver el mundo de mañana, de hoy, de ayer. Me duele que todo siga igual, sin desolación absoluta, sólo una parcial que no es desolación. Me duele que haya quien vaya a trabajar, a estudiar, a reír, a coger, a fumar, a tomar, a bailar, a pensar, a imaginar, a creer, a orar, a humillar, a gritar. A llorar. A respirar. A vivir.

Me duele saberme demasiado narcicista para quitarme la vida, saberme lo suficientemente cobarde para no hacer un sacrificio. Me duele todo. Me duele divagar. Me duele comprender los derroteros de este ejercicio.

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